Midas, Pan y Apolo
Sería muy bonito pensar, como
mucha gente lo hace, que los problemas de Midas llegaron a buen término con el
regreso a la vida de su hija. Pero la verdad es difícil de esconder, vamos a
ver por qué.
Midas
había aprendido su lección demasiado bien. Porque ahora odiaba el oro tanto
como alguna vez lo había amado. Sólo ver el amarillo metal, le hacía cerrar los
ojos y llorar como si le pasara algo grave. Había cubierto la escalera que
llevaba hasta el sótano con arena. Todas las cosas de oro las tiró al río; los
capullos dorados de su jardín los arrancaba antes de florecer.
Pero
el rey seguía siendo infeliz. Ahora quería ser el hombre más pobre de la
Tierra, pero resultaba imposible ser un rey pobre. Aunque se vestía con harapos
y dormía junto a la estufa de la cocina del palacio, todavía era el dueño de la
estufa, de la cocina y del palacio entero. Pudo deshacerse del oro, pero no del
palacio ni del reino. Además, pasarían muchos años antes de que Iris fuera
suficientemente crecida para casarse con el siguiente rey y no deseaba que el
palacio fuese destruido.
Las
únicas horas felices que le quedaban a Midas eran las que dedicaba a caminar
por los bosques y praderas lejanas de su casa. Según pasaba el tiempo empezó a
abandonar el palacio por días y hasta por semanas. Unas cuantas raíces y bayas
constituían su manjar predilecto y una cama de césped le complacía más que una
de oro. Se convirtió en un devoto de Pan, el dios de los campos y florestas.
Pan era un pequeño dios con las piernas y los pies de cabra. Era él quien
tocaba las flautas que a Midas le gustaba escuchar a través de los valles.
Una tarde, cuando Midas estaba
sentado en el bosque comiendo un puñado de grosellas silvestres, oyó dos voces
que disputaban.
-¡Yo soy! -exclamaba una voz.
-¡No,
soy yo! -contestaba la otra.
Y la primera voz decía:
-Pero, ¿quién va a decidir?
Midas
se puso en pie y se dirigió hacia donde provenían las voces. Pronto llegó hasta
donde estaba Pan. El dios de los pies de cabra daba grandes brincos ante un
dios más alto vestido con una túnica púrpura. El dios alto asía con su mano
derecha un instrumento de cuerdas llamado lira. Midas sabía que sólo podría ser
Apolo, el dios de la música. Erguido junto al agitado Pan, Apolo parecía tan
calmado como una nube.
Midas se
sentía dichoso.
-Oh Midas -se dijo a sí mismo-, ¡qué
hombre tan feliz eres! ¡Qué hombre tan feliz eres!
-¡Ah!
-exclamó Pan cuando vio al rey-. Aquí está un hombre que puede ser nuestro
juez. Siéntate, amigo, y dinos quién toca la mejor música.
Antes
de que Midas tuviese la oportunidad de sentarse. Pan comenzó a tocar una alegre
melodía con sus flautas. Midas vio cómo golpeaba con el pie al compás de la
jovial tonada campesina. Su cuerpo empezó a mecerse de un lado a otro. Pronto
el viejo rey estaba danzando una jarana bravía. Bailaba con tal brío que Pan
tuvo lástima por él y dejó de tocar.
Ahora era el turno de Apolo. Sin
decir palabra, el dios de la música se arremangó las mangas de su túnica
púrpura. A la primera nota celestial de su lira, los pájaros y los árboles
guardaron silencio. A la segunda nota, dejó de oírse el viento. Durante los
cinco minutos que Apolo tocó, el único sonido que podía escucharse aparte de su
música era la respiración del viejo rey.
Midas habló cuando todavía vibraba en
el aire la última nota de Apolo.
-No hay duda -dijo-. La mejor másica
fue la de Pan.
Apolo ya no conservó su calma.
-¡Tú, sucio y pequeño dios-cabra!
-gritó. Luego giró para mirar a Midas-. En cuanto a ti, señor, tus oídos están
sordos para la música. ¡Tienes las orejas de un burro!
Midas
oyó un extraño y zumbante sonido. Se tapó las orejas con las manos, ¡pero éstas
estaban creciendo! Se volvían puntiagudas. Pronto estuvieron cubiertas de pelo.
Las sentía moverse desde su raíz. ¡Efectivamente, Midas tenía las orejas de un
burro!
Pobre
Midas, había recibido otro indeseable regalo. Avergonzado y perplejo se cubrió
la cabeza con hojas y regresó a su palacio. Por el resto de sus días usó un
turbante hecho con una gran banda de tela enrollada alrededor de la cabeza.
Durante cierto tiempo, logró
mantenerlas ocultas pero, un día, el joven que les arreglaba las barbas cortó
sin querer, de un rápido navajazo, la tela del turbante, y entonces las orejas
de Midas aparecieron de pronto, apuntando hacia el cielo como la lanza de un
legionario. El barbero quedó tan desconcertado que no supo qué decir. Entonces
Midas, con voz desafiante, le advirtió.
-Cuéntale
a alguien lo que has visto, y te juro que lo lamentarás…
El barbero muerto de miedo, prometió
que no diría nadie ni aunque lo sometieran a tortura para hacerle confesar. Durante meses, en
efecto, guardó silencio por miedo a que Midas lo degollase se iba de la lengua
pero el secreto tenía tantas ganas de salir a la luz que causaba un dolor insoportable en las
entrañas. El barbero acabó por comprender que, si no lo dejaba escapar, aquel
amargo secreto acabaría por corroerle la conciencia. Entonces, ideó una astucia
para soltar lo que sabía sin revelárselo a nadie. Una mañana, el barbero acudió
al lugar más apartado del bosque, allí donde ni siquiera había vegetación e
hizo u hoyo en la tierra. Luego, acercó la boca al agujero y susurró:
-Midas
tiene orejas de burro.
Libre
por fin del peso del secreto, el barbero se levantó, rellenó el hoyo con tierra
para que sus palabras se quedasen bien sepultadas y se volvió a su casa. Su
rostro se había relajado, y el dolor del cuerpo había desaparecido. Sin
embargo, la naturaleza, que tiene su propia voluntad, decidió propagar el
secreto sin pedir permiso a nadie. De la noche a la mañana, en el lugar donde
el barbero había abierto el hoyo, creció un denso cañaveral. Cuando maduraron,
las temblorosas cañas, movidas por el suave viento del sur, comenzaron a
repetir las palabras enterradas, y un insistente rumor alcanzó a todos los
rincones del mundo:
-Midas
tiene orejas de burro. Midas tiene orejas de burro… -decía.
Así
que, desde aquel momento, todo el mundo supo lo que el rey ocultaba bajo su
extraño turbante.
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