domingo, 8 de abril de 2012

El rey Licaón


La extraña cena del rey Licaón.

Júpiter bajó a la Tierra con la apariencia de un viejo labrador. Iba vestido con una túnica llena de remiendos y tenía las manos atravesadas de durezas como si llevara toda la vida entregado a las arduas tareas del campo. Oculto de aquel modo, pudo observar a los hombres sin llamar la atención, y constató que eran tan violentos y maliciosos como había sospechado. Pronto llegó a la conclusión de que la humanidad no merecía el privilegio de la supervivencia, y l a extraña cena del rey Licaón no hizo más que confirmar su triste veredicto.
               Licaón era el rey de la Arcadia, una tierra de brisas plácidas  y tierras fecundas donde parecía muy fácil ser feliz. Tenía cincuenta hijos, todos varones, y se decía que era un hombre cruel que torturaba a sus esclavos y abusaba de sus súbditos. Júpiter llegó a oír incluso que Licaón era aficionado a comer carne humana. Aquellos rumores lo intrigaron tanto que se propuso conocer al rey en persona. Una tarde, escondido tras su disfraz de labrador, se presentó en el palacio de Licaón y le preguntó al rey con la mayor humildad.
               -¿Me dejarías pasar la noche en tu casa? Ya ves que soy viejo, mis huesos soportan mal el frío de la intemperie.
               Licaón miró al labrador con hondo desprecio. Su túnica raída y sus barbas desmañadas le inspiraban un sentimiento cercano al asco. ¿Qué le importaba a él la vida de aquel desconocido? Ni le debía nada ni tenía por qué cobijarlo en su casa. El primer impulso de Licaón fue, pues, echar al campesino, pero en el último instante cambió de idea. Desde hacía algunos días, la gente de la Arcadia decía que Júpiter estaba viajando por el reino, enmascarado tras la apariencia de un hombre cualquiera. De repente, Licaón se preguntó si aquel anciano harapiento no sería en verdad el dios del que tanto se hablaba…
               Está bien – dijo entonces-, quédate si quieres. Cenaremos enseguida.
               Licaón, que era un hombre de mente ágil, acababa de trazar un plan. Había decidido poner a prueba a aquel anciano para averiguar quién era en realidad. Entonces, llamó en secreto a uno de sus criados y le dijo en voz baja:
               -quiero que mateas a un niño para la cena de esta noche.
               En el rincón más apartado de la casa, escondido tras los establos, había un calabozo lleno de niños. De allí cogió a uno y lo mató.
               Estaba atardeciendo, y los  bosques de la Arcadia se hundían en una extraña niebla roja. Licaón y Júpiter se sentaron a cenar. Sobre la mesa había una hogaza de pan tierno y una crátera de vino. Los dos comensales se hallaban frente a frente, solos en el inmenso salón, envueltos en un tenso silencio. Parecía como si el rey y su huésped compartieran un oscuro secreto del que no quería hablar. Licaón vigilaba con atención a su invitado, tratando de sorprender en sus gestos el aire majestuoso propio de los dioses, pero Júpiter representaba a la perfección su papel de humilde campesino. Se lavó las manos con torpeza, como si no estuviera habituado a asearse, y se sirvió el vino por sí mismo en lugar de esperar a que le llenaran la copa. Cuando el criado dejó sobre la mesa la fuente llena de carne, Licaón sonrió. Arrancó un pedazo con las manos, y la sangre resbaló entre sus dedos. La prueba acababa de  empezar.
               -Toma un pedazo de esta carne, viejo –le dijo entonces a su invitado-. Seguro que es lo mejor que has probado en tu vida.
               Algo definitivo cambió entonces en el rostro del labrador. Sus  puños se cerraron, y sus ojos llamearon como brasas. Encendido de rabia, Júpiter descargó u puñetazo brutal sobre la mesa, y la crátera de vino saltó al suelo y rodó hacia la puerta.
               -¿Crees que no sé de dónde ha salido esta carne? –bramó-. Querías averiguar quién soy y has pensado: “Si mi invitado es Júpiter, jamás aceptará comer carne humana…2 ¿Enhorabuena, Licaón, porque tu plan ha funcionado! Ahora ya sabes que Júpiter ha estado en tu casa. Mi consejo es que, si te queda un poco de piedad, la uses para compadecerte de ti mismo, porque vas a pagar tu sacrilegio al precio más alto…
               De la mano crispada salió un rayo devastador, que prendió fuego en la techumbre del palacio. Las llamas se propagaron enseguida por toda la casa, mientras Licaón escapaba corriendo hacia el bosque. Saltó sobre unas zarzas y rocas, ramas caídas y restos de animales, y por un instante llegó a sentirse a salvo. Entonces, se detuvo a descansar contra el tronco de un roble, con el aliento agitado y las manos temblorosas. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. De pronto, Licaón notó una fuerza expansiva en las entrañas, como si llevara por dentro a un prisionero deseoso de escapar, y se estrechó, su piel se transformó en un espeso pelaje y sus colmillos se volvieron largos y afilados como el chuchillo de matarife. Cuando intentó gritar, lo único que salió de su boca fue un dramático aullido de bestia salvaje.
               Hasta el día siguiente, no supo en qué animal se había transformado. Era mediodía cuando empezó a rondar a unas ovejas que pastaban. Tenía hambre, y se acercó al rebaño con mucho sigilo. Licaón confiaba en su talento para la caza, pero todo salió mal. El pastor, que silbaba sentado al pie de un árbol, oyó las pisadas sordas de la fiera al acecho, y se levantó de golpe. Al ver a la bestia hambrienta con sus duros colmillos chorreantes de saliva, agarró con fuerza su cayado y echo a correr tras ella. En los ojos del pastor refulgía la rabia de quien lleva toda la vida temiendo y persiguiendo a un enemigo ancestral. Mientras corría tras Licaón, el hombre daba gritos de alarma para alertar a sus compañeros de oficio.
               Dadle muerte – decía-, no dejéis que se escape! ¡Es un lobo, y al lobo hay que matarlo!

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