La extraña cena del rey Licaón.
Júpiter bajó a la Tierra con la
apariencia de un viejo labrador. Iba vestido con una túnica llena de remiendos
y tenía las manos atravesadas de durezas como si llevara toda la vida entregado
a las arduas tareas del campo. Oculto de aquel modo, pudo observar a los
hombres sin llamar la atención, y constató que eran tan violentos y maliciosos
como había sospechado. Pronto llegó a la conclusión de que la humanidad no
merecía el privilegio de la supervivencia, y l a extraña cena del rey Licaón no
hizo más que confirmar su triste veredicto.
Licaón
era el rey de la Arcadia, una tierra de brisas plácidas y tierras fecundas donde parecía muy fácil
ser feliz. Tenía cincuenta hijos, todos varones, y se decía que era un hombre
cruel que torturaba a sus esclavos y abusaba de sus súbditos. Júpiter llegó a
oír incluso que Licaón era aficionado a comer carne humana. Aquellos rumores lo
intrigaron tanto que se propuso conocer al rey en persona. Una tarde, escondido
tras su disfraz de labrador, se presentó en el palacio de Licaón y le preguntó
al rey con la mayor humildad.
-¿Me
dejarías pasar la noche en tu casa? Ya ves que soy viejo, mis huesos soportan
mal el frío de la intemperie.
Licaón
miró al labrador con hondo desprecio. Su túnica raída y sus barbas desmañadas
le inspiraban un sentimiento cercano al asco. ¿Qué le importaba a él la vida de
aquel desconocido? Ni le debía nada ni tenía por qué cobijarlo en su casa. El
primer impulso de Licaón fue, pues, echar al campesino, pero en el último
instante cambió de idea. Desde hacía algunos días, la gente de la Arcadia decía
que Júpiter estaba viajando por el reino, enmascarado tras la apariencia de un
hombre cualquiera. De repente, Licaón se preguntó si aquel anciano harapiento
no sería en verdad el dios del que tanto se hablaba…
Está
bien – dijo entonces-, quédate si quieres. Cenaremos enseguida.
Licaón,
que era un hombre de mente ágil, acababa de trazar un plan. Había decidido
poner a prueba a aquel anciano para averiguar quién era en realidad. Entonces,
llamó en secreto a uno de sus criados y le dijo en voz baja:
-quiero
que mateas a un niño para la cena de esta noche.
En el
rincón más apartado de la casa, escondido tras los establos, había un calabozo
lleno de niños. De allí cogió a uno y lo mató.
Estaba
atardeciendo, y los bosques de la
Arcadia se hundían en una extraña niebla roja. Licaón y Júpiter se sentaron a
cenar. Sobre la mesa había una hogaza de pan tierno y una crátera de vino. Los
dos comensales se hallaban frente a frente, solos en el inmenso salón,
envueltos en un tenso silencio. Parecía como si el rey y su huésped
compartieran un oscuro secreto del que no quería hablar. Licaón vigilaba con
atención a su invitado, tratando de sorprender en sus gestos el aire majestuoso
propio de los dioses, pero Júpiter representaba a la perfección su papel de
humilde campesino. Se lavó las manos con torpeza, como si no estuviera
habituado a asearse, y se sirvió el vino por sí mismo en lugar de esperar a que
le llenaran la copa. Cuando el criado dejó sobre la mesa la fuente llena de
carne, Licaón sonrió. Arrancó un pedazo con las manos, y la sangre resbaló
entre sus dedos. La prueba acababa de
empezar.
-Toma un
pedazo de esta carne, viejo –le dijo entonces a su invitado-. Seguro que es lo
mejor que has probado en tu vida.
Algo
definitivo cambió entonces en el rostro del labrador. Sus puños se cerraron, y sus ojos llamearon como
brasas. Encendido de rabia, Júpiter descargó u puñetazo brutal sobre la mesa, y
la crátera de vino saltó al suelo y rodó hacia la puerta.
-¿Crees
que no sé de dónde ha salido esta carne? –bramó-. Querías averiguar quién soy y
has pensado: “Si mi invitado es Júpiter, jamás aceptará comer carne humana…2
¿Enhorabuena, Licaón, porque tu plan ha funcionado! Ahora ya sabes que Júpiter
ha estado en tu casa. Mi consejo es que, si te queda un poco de piedad, la uses
para compadecerte de ti mismo, porque vas a pagar tu sacrilegio al precio más
alto…
De la
mano crispada salió un rayo devastador, que prendió fuego en la techumbre del
palacio. Las llamas se propagaron enseguida por toda la casa, mientras Licaón
escapaba corriendo hacia el bosque. Saltó sobre unas zarzas y rocas, ramas
caídas y restos de animales, y por un instante llegó a sentirse a salvo. Entonces,
se detuvo a descansar contra el tronco de un roble, con el aliento agitado y
las manos temblorosas. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.
De pronto, Licaón notó una fuerza expansiva en las entrañas, como si llevara
por dentro a un prisionero deseoso de escapar, y se estrechó, su piel se
transformó en un espeso pelaje y sus colmillos se volvieron largos y afilados
como el chuchillo de matarife. Cuando intentó gritar, lo único que salió de su
boca fue un dramático aullido de bestia salvaje.
Hasta el
día siguiente, no supo en qué animal se había transformado. Era mediodía cuando
empezó a rondar a unas ovejas que pastaban. Tenía hambre, y se acercó al rebaño
con mucho sigilo. Licaón confiaba en su talento para la caza, pero todo salió
mal. El pastor, que silbaba sentado al pie de un árbol, oyó las pisadas sordas
de la fiera al acecho, y se levantó de golpe. Al ver a la bestia hambrienta con
sus duros colmillos chorreantes de saliva, agarró con fuerza su cayado y echo a
correr tras ella. En los ojos del pastor refulgía la rabia de quien lleva toda
la vida temiendo y persiguiendo a un enemigo ancestral. Mientras corría tras Licaón,
el hombre daba gritos de alarma para alertar a sus compañeros de oficio.
Dadle muerte – decía-, no dejéis
que se escape! ¡Es un lobo, y al lobo hay que matarlo!
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