LA OSA MAYOR.
DURANTE MESES, LA Tierra exhaló un calor sofocante, como un
enfermo abrazado por la fiebre. La locura de Faetón había calcinado la piel de
mundo y la naturaleza se mostraba más apagada que nunca. Hubo que esperar mucho
tiempo antes de que las hojas renacieran en los árboles . al final, como
siempre, triunfó la vida, y entonces Júpiter se sintió tan dichoso que se abrió
por entero al amor. Una mañana, al mirar hacia el mundo, vio a la ninfa Calisto
sentada al pie de un olmo. Estaba lamiendo un pedazo de panal, pero derrochaba
tanta gracia y belleza en la ejecución de aquel acto tan simple, que Júpiter
quedó embelesado. Guante un buen rato, no pudo apartar los ojos de aquella
muchacha. Admiró su bandada de rizos, su mirada oceánica, su piel color de
espuma... La deseó, en fin, con tantas fuerzas, que se propuso conquistarla de
inmediato.
Calisto oyó
un rumor de pasos en el bosque. Cuando alzó la cabeza, descubrió a la diosa
Diana, que se acercaba tan blanca y distinguida como siempre, con su aro de oro
en la mano. Calisto sonrió. Pertenecía desde niña al séquito de Diana, y solía
acompañarla en sus partidas de caza.
Salve,
Diana –dijo con alegría.
La diosa no se inmutó. Sin decir
una sola palabra, se sentó al lado de Calisto y empezó a besarla muy ceca de la
boca. Calisto, desconcertada, aparto el rostro. No podía entender que Diana,
tan partidaria de la castidad, se portara de pronto como un adolescente
encendido de amor. Calisto intuyó que estaba cayendo en una trampa, y dijo con
voz tenue.
-No eres Diana, ¡verdad?
No era Diana, no. Júpiter, tan
sabio en los engaños del amor, se había hecho pasar por una diosas para
acercarse Calisto sin despertar
sospechas. Una vez descubierto el engaño, recobró su aspecto de siempre, y entonces
acentuó la intensidad de sus caricias y sus besos. Calisto estaba muerta de
miedo, pero no se resistió, pues ¡de qué sirve oponerse a los designios de los
dioses?
Cuando Júpiter se fue, Calisto
rompió a llorar. Se sentía burlada, humillada, vencida. En los días que siguieron,
acompañó de nuevo a la autentica Diana, pero ya no pudo librarse de una molesta
sensación de culpa. Diana exige a las doncellas de su séquito que se mantengan
vírgenes, y Calisto había dejado de serlo. Se sentía una traidora, y andaba
siempre con la cabeza gacha por miedo por miedo a que sus ojos la delatasen.
Una tarde, al pasar junto a un
río, Diana decidió darse un baño
-¡Quitaos la ropa! -les dijo a
sus ninfas-. ¡Vamos a refrescarnos!
Solo Calisto permaneció vestida.
Su rostro estaba encendido de vergüenza, y el temblor de su túnica revelaba el
ritmo ansioso de su respiración.
-¿Es que no te vas a bañar? –le
preguntó diana.
Calisto no pupo qué decir. Con
los ojos clavados en la tierra, permanecía inmóvil como una estatua de piedra.
De pronto, una de las ninfas se acercó riendo, con ánimos festivos, y le
arrancó la túnica con un rápido tirón. Calisto, al verse desnudo, se sintió al
filo de la muerte. Trató de cubrirse con las manos, pero ya era tarde. Todas
habían visto la curva de su vientre. Diana, loca de furia, lanzó un grito
desgarrado que estremeció el bosque. ¡Apártate de mi vista ahora mismo! –dijo-.
¿Cómo te atreves a acompañarme si ya no eres pura? ¡Márchate, Calisto, y no
vuelvas a mi lado nunca más! ¡Ojalá que la Fortuna te castigue como mereces!
Pocos meses después, Calisto dio
a luz al pequeño arcas. Fueron días felices que, por desgracia, duraron poco,
pues la diosa Juno, enterada de que Júpiter le había sido infiel, decidió
castigar a Calisto para que no volviera a disputarle el amor de su esposo. No
sólo la asaltó en pleno bosque y la arrastro por el suelo hasta dejarla
cubierta de arañazos, sino que le arrebató su forma humana y la transformó en
una osa. A Calisto, nada le dolía tanto como tener que apartase de su hijo. En
adelante, vivió en una cueva, en la montaña. Se pasaba los días huyendo de los
cazadores, y ni siquiera confiaba en los otros osos, a los que no lograba ver
como hermanos.
Pasaron quince años. Una tarde, en el bosque Calisto se encontró cara a
cara con un joven cazador. Los dos se espantaron, y durante un instante que pareció eterno cruzaron en silencio sus
miradas. La respiración agitada de la osa alternaba con el jadeo de pánico del
cazador. De pronto, Calisto reconoció en la mirada de aquel muchacho un aire
familiar, y su memoria regresó a los días remotos en que acunaba a Arcas entre
sus brazos, y le besaba la rente con ternura y le cantaba en susurros para que
se durmiera. Calisto comprendió sin duda alguna que aquel joven cazador era su
hijo. Ni el tiempo ni el dolor habían logrado apagar el amor que le tenía.
Arcas, ignorante de la transcendencia de aquel momento apuntó con su arco al
corazón de la osa, y la flecha empezó a surcar el aire dispuesta a hacerle un
buen servicio a la muerte. La tragedia precia inevitable, pero, en el último
momento, Júpiter intervino para impedirla. Compadecido de Calisto, y
arrepentido del inmenso dolor que le había causado, detuvo de pronto la flecha
en el aire y evitó así el triunfo de la muerte. Luego, trasformó a Arcas en un
cachorro de oso para que el amor fluyera con naturalidad entre el hijo y la
madre, y al cabo elevó a las dos bestias hasta lo más alto del cielo. Una vez
allí, las convirtió en una par de constelaciones para salvarlas definitivamente
de todas la tristezas del mundo. Allí siguen, rodeadas de estrellas. A Calisto
la llaman la Osa Mayor y a su hijo la Osa Menor, y los dos orientan con su
brillo eterno a los marinos que atraviesan la mar en medio de la noche.
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