jueves, 22 de marzo de 2012

Apolo y Dafne


                               

Apolo y Dafne
               La victoria sobre la serpiente Pitón trajo para Apolo  consecuencias dramáticas. Conocido por su hazaña, Apolo empezó a despreciar a los otros dioses. “No están a mi altura”. Una mañana, se cruzó con Cupido, que revoloteaba entre los árboles con sus alas azuladas. Apolo reparó en su cara de niño, en su cuerpo minúsculo, en sus ojos inocentes de cachorro, y se sintió tan poderoso a su lado que lanzó una risotada de superioridad. Luego, se fijó en el arma que Cupido llevaba en las manos, el pequeño arco de soro con que dispara sus flechas de amor, y dijo en tono de burla.
               -¿Adónde vas, Cupido, con un arma tan ridícula? Deja las hazañas para los dioses aguerridos como yo, que matamos a las serpientes en un abrir y cerrar de ojos. No juegues a hacerte el héroe, porque te faltan bríos para serlo.
               -No sabes lo que dices! –respondió-. Este arco que te parece tan poca cosa ha destronado reyes y destruido imperios. ¡Pobre Apolo, todavía no sabes lo lejos que puede llegar el amor, pero te aseguro que muy pronto lo vas a comprobar en tu propia carne!
Cupido cumplió su amenaza. Aquella misma tarde, disparó dos flechas desde el cielo. Una contra Apolo y otra contra una hermosa ninfa llamada Dafne, que jugaba entre los juncos a la orilla del río. La flecha que atravesó el corazón de Apolo tenía la punta de oro y servía para encender el fuego del amor. En cambio, la que alcanzó a Dafne era de  plomo y despertaba las pasiones contrarias. El odio y el desdén. Apolo, enamorado por vez primera, comenzó a seguir a Dafne por los bosques. Se sentía hechizado por la transparencia de su piel y por el ímpetu fluvial de su melena, por el brillo de sus ojos y por la mansedumbre de sus manos. Lo que  Apolo encontraba en Dafne era la promesa de una felicidad sin límites. Ella, en cambio, solo sentía por Apolo un profundo desprecio. En cuanto lo veía en el bosque, corría a esconderse entre los árboles o  se zambullía en el río. Le desagradaba su arrogancia, y pensaba que en el corazón orgulloso de aquel dios no cabía el amor verdadero.
Un día, Apolo logró sorprender a Dafne en el bosque. Se acercó a la ninfa con tanto sigilo que ella no percibió el rumor de sus pasos. Lo primero que oyó fue una voz muy cercana que decía:
-Cásate conmigo, Dafne, y no te arrepentirás. Nadie puede hacerte más feliz que yo. Dafne perdió de pronto el color de la cara. Cuando volvió la cabeza, Apolo estaba aun palmo de sus ojos.
-Yo no creo en el amor –contestó Dafne-. Nací virgen y moriré virgen.
Apolo se incomodó, pues su corazón endiosado no estaba preparado para el desdén. Pero no se dio por vencido. Al contrario. Adelanto la  mano para acariciar la mejilla de Dafne. Sabía que el camino del amor no suele ser fácil,  y estaba decidido  a alcanzar su meta aunque fuese  a través de un atajo. Dafne, al verlo tan ansioso, se asustó. Reconoció en los ojos de Apolo el brillo demencial de quien no sabe reprimir sus instintos, y sintió tanto miedo que echó a correr para ponerse a salvo. Apolo, contrariado, empezó a perseguirla y, mientras iba tras ella, su amor no dejaba de crecer. En plena carrera, la ninfa le pareció más hermosa todavía que en reposo, pues el viento ondulaba su melena y y desnudaba la blanca redondez de sus hombros. Apolo, loco de pasión, habría dado cualquier cosa por estrechar las manos de Dafne, por acariciar su cara, por cubrirla de besos, pero saltaba a la vista que no era correspondido. Lo que Dafne sentía no era amor sino pánico: su corazón no ansiaba la caricia, sino que trataba de escapar del peligro. Mientras corría a través del bosque, los guijarros se clavaban en sus pies y las  zarzas le herían los tobillos, pero ni siquiera sentía el dolor, pues su alma no se encontraba a merced del miedo. Cada vez que Dafne volvía la cabeza, Apolo se hallaba algo más cerca. Era tenaz como el lobo cuando sigue a su presa, odioso como la serpiente que nunca se rinde. Llegó un momento en que Dafne notó que le faltaba el aliento. Su corazón latía a toda prisa, y las piernas empezaban a fallarle. Cuando giró la cabeza por última vez, para desvanecerse, deseó ser roca para librarse del abrazo de apaolo, quiso ser agua para empapar el suelo y hundirse en lo más hondo de la tierra. Dafne se  dio cuenta de que el único que podía ayudarle era su padre, y su grito despavorido retumbó en todos los rtincones del bosque:
-¿Sálvame, padre, por piedad!
               Dafne era hija de Peneo, que corría muy cerca de allí, formando sonoros saltos de agua que salpicaban los troncos de los árboles. Al oír el grito de Dafne, Peneo no vaciló. Como todos los ríos,  poseía poderes divinos, y decidió emplearlos para salvar a su hija. De repente, Dafne se detuvo en el air e como un pájaro alcanzado por un dardo certero, y su cuerpo empezó a transformarse a toda prisa. De la yema de sus dedeos brotaron hojas,  sus pies echaron raíces que se hundieron en la tierra, su vientre y su pecho se endurecieron, sus brazos se estiraron hacia las alturas y su larga cabellera se transformó en una copa de espesas hojas. Por obra de Peneo, Dafne se había convertido en un alto laurel, y su bello rostro quedó petrificado en una oscura corteza de arbusto. Apolo, trastornado por aquella pérdida inesperada se aferró a las ramas de laurel y besó con pasión el duro tronco. Comprendió que ya nunca podría gozar del amor de Dafne, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Cuando volvió a abrazar el árbol, le pareció que temblaba entre sus manos. Entonces, con voz tristísima, empezó a decir:
               -Nunca te olvidaré, Dafne querida. Ya no podrás ser mi esposa, pero siempre serás mi árbol.
               Así fue. Desde aquel día, Apolo colgó su aljaba de cazador y su lira d oro en las ramas del laurel, y decidió que las hojas de aquel árbol sería un símbolo eterno de gloria. Por eso es costumbre coronar con a los generales que regresan victoriosos de la guerra  ny a los poetas que nos emocionan con la dulzura de sus versos.

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