Apolo y Dafne
La
victoria sobre la serpiente Pitón trajo para Apolo consecuencias dramáticas. Conocido por su
hazaña, Apolo empezó a despreciar a los otros dioses. “No están a mi altura”.
Una mañana, se cruzó con Cupido, que revoloteaba entre los árboles con sus alas
azuladas. Apolo reparó en su cara de niño, en su cuerpo minúsculo, en sus ojos
inocentes de cachorro, y se sintió tan poderoso a su lado que lanzó una
risotada de superioridad. Luego, se fijó en el arma que Cupido llevaba en las
manos, el pequeño arco de soro con que dispara sus flechas de amor, y dijo en
tono de burla.
-¿Adónde
vas, Cupido, con un arma tan ridícula? Deja las hazañas para los dioses
aguerridos como yo, que matamos a las serpientes en un abrir y cerrar de ojos.
No juegues a hacerte el héroe, porque te faltan bríos para serlo.
-No
sabes lo que dices! –respondió-. Este arco que te parece tan poca cosa ha destronado
reyes y destruido imperios. ¡Pobre Apolo, todavía no sabes lo lejos que puede
llegar el amor, pero te aseguro que muy pronto lo vas a comprobar en tu propia
carne!
Cupido cumplió su amenaza. Aquella misma tarde, disparó dos
flechas desde el cielo. Una contra Apolo y otra contra una hermosa ninfa
llamada Dafne, que jugaba entre los juncos a la orilla del río. La flecha que
atravesó el corazón de Apolo tenía la punta de oro y servía para encender el
fuego del amor. En cambio, la que alcanzó a Dafne era de plomo y despertaba las pasiones contrarias. El
odio y el desdén. Apolo, enamorado por vez primera, comenzó a seguir a Dafne
por los bosques. Se sentía hechizado por la transparencia de su piel y por el ímpetu
fluvial de su melena, por el brillo de sus ojos y por la mansedumbre de sus
manos. Lo que Apolo encontraba en Dafne
era la promesa de una felicidad sin límites. Ella, en cambio, solo sentía por Apolo
un profundo desprecio. En cuanto lo veía en el bosque, corría a esconderse
entre los árboles o se zambullía en el
río. Le desagradaba su arrogancia, y pensaba que en el corazón orgulloso de
aquel dios no cabía el amor verdadero.
Un día, Apolo logró sorprender a Dafne en el bosque. Se
acercó a la ninfa con tanto sigilo que ella no percibió el rumor de sus pasos. Lo
primero que oyó fue una voz muy cercana que decía:
-Cásate conmigo, Dafne, y no te arrepentirás. Nadie puede
hacerte más feliz que yo. Dafne perdió de pronto el color de la cara. Cuando volvió
la cabeza, Apolo estaba aun palmo de sus ojos.
-Yo no creo en el amor –contestó Dafne-.
Nací virgen y moriré virgen.
Apolo se incomodó, pues su
corazón endiosado no estaba preparado para el desdén. Pero no se dio por
vencido. Al contrario. Adelanto la mano
para acariciar la mejilla de Dafne. Sabía que el camino del amor no suele ser fácil, y estaba decidido a alcanzar su meta aunque fuese a través de un atajo. Dafne, al verlo tan
ansioso, se asustó. Reconoció en los ojos de Apolo el brillo demencial de quien
no sabe reprimir sus instintos, y sintió tanto miedo que echó a correr para
ponerse a salvo. Apolo, contrariado, empezó a perseguirla y, mientras iba tras
ella, su amor no dejaba de crecer. En plena carrera, la ninfa le pareció más
hermosa todavía que en reposo, pues el viento ondulaba su melena y y desnudaba
la blanca redondez de sus hombros. Apolo, loco de pasión, habría dado cualquier
cosa por estrechar las manos de Dafne, por acariciar su cara, por cubrirla de
besos, pero saltaba a la vista que no era correspondido. Lo que Dafne sentía no
era amor sino pánico: su corazón no ansiaba la caricia, sino que trataba de
escapar del peligro. Mientras corría a través del bosque, los guijarros se
clavaban en sus pies y las zarzas le herían
los tobillos, pero ni siquiera sentía el dolor, pues su alma no se encontraba a
merced del miedo. Cada vez que Dafne volvía la cabeza, Apolo se hallaba algo
más cerca. Era tenaz como el lobo cuando sigue a su presa, odioso como la
serpiente que nunca se rinde. Llegó un momento en que Dafne notó que le faltaba
el aliento. Su corazón latía a toda prisa, y las piernas empezaban a fallarle.
Cuando giró la cabeza por última vez, para desvanecerse, deseó ser roca para
librarse del abrazo de apaolo, quiso ser agua para empapar el suelo y hundirse
en lo más hondo de la tierra. Dafne se
dio cuenta de que el único que podía ayudarle era su padre, y su grito
despavorido retumbó en todos los rtincones del bosque:
-¿Sálvame, padre, por piedad!
Dafne
era hija de Peneo, que corría muy cerca de allí, formando sonoros saltos de
agua que salpicaban los troncos de los árboles. Al oír el grito de Dafne, Peneo
no vaciló. Como todos los ríos, poseía
poderes divinos, y decidió emplearlos para salvar a su hija. De repente, Dafne
se detuvo en el air e como un pájaro alcanzado por un dardo certero, y su
cuerpo empezó a transformarse a toda prisa. De la yema de sus dedeos brotaron hojas,
sus pies echaron raíces que se hundieron
en la tierra, su vientre y su pecho se endurecieron, sus brazos se estiraron
hacia las alturas y su larga cabellera se transformó en una copa de espesas
hojas. Por obra de Peneo, Dafne se había convertido en un alto laurel, y su
bello rostro quedó petrificado en una oscura corteza de arbusto. Apolo,
trastornado por aquella pérdida inesperada se aferró a las ramas de laurel y
besó con pasión el duro tronco. Comprendió que ya nunca podría gozar del amor
de Dafne, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Cuando volvió a abrazar el árbol,
le pareció que temblaba entre sus manos. Entonces, con voz tristísima, empezó a
decir:
-Nunca
te olvidaré, Dafne querida. Ya no podrás ser mi esposa, pero siempre serás mi
árbol.
Así fue.
Desde aquel día, Apolo colgó su aljaba de cazador y su lira d oro en las ramas
del laurel, y decidió que las hojas de aquel árbol sería un símbolo eterno de
gloria. Por eso es costumbre coronar con a los generales que regresan
victoriosos de la guerra ny a los poetas
que nos emocionan con la dulzura de sus versos.
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