La estatua de Pigmalíon
Una estatua de marfil le cambió
la vida. Pigmalión empezó a cincelarla guiado por un rapto de inspiración, y se
entusiasmó tanto con el trabajo que, durante tres días, esculpió sin descanso
de sol a sol. La tarde en que acabó la estatua y la miró con detenimiento,
quedó hechizado por su perfección. Representaba a una mujer de impecable
belleza, de cuerpo plácido y manos amigables, con una sonrisa amplia y alegre y
unos ojos almendrados que expresaban una honda ternura. La estatua reflejaba
con tanta precisión la verdad de la vida
que Pigmalión se dijo a sí mismo: “Sólo le falta hablar”
Mitología en castellano
En la soleada isla de Chipre, patria de la amorosa Venus,
vivía un hombre llamado Pigmalión. Había consagrado su vida a la escultura, que
era a la vez su pasión y su oficio, y todos alababan sus obras, pues Pigmalión
sabía reflejar sobre la piedra todas las emociones del corazón humano. Por lo
demás, era un hombre reservado y austero, más dado a la soledad que a la
conversación. Durante años, había buscado a una mujer con la que compartir su
vida, pero ninguna había llegado a cautivarlo de veras. Al final, Pigmalión se
convenció de que su alma era impermeable al amor, y se resignó a pasar sus días
a solas.
Ernest Normand |
Desde el principio, Trató a la
estatua como si fuera una mujer. La adornó con collares, la vistió con túnicas
de hermosos colores y se acostumbró a hablarle. Algunos días, se pasaba horas enteras
acariciándole las manos, suaves como nubes, y contemplando sus ojos, que
parecían tocar las cosas con su mirada imposible. Una noche, encendido de
pasión, Pigmalión besó los labios de la estatua. Le pareció un acto ridículo,
propio de un loco, pero cargado a la vez de sinceridad y pureza. Era absurdo,
pero Pigmalión tuvo que reconocerlo: estaba enamorado de su hermosa creación de
marfil. Aquella noche, desbordado de cariño, durmió al lado de la estatua. No
llegó a cerrar los ojos, pues permaneció despierto hasta el alba, hablando en
susurros con la imagen que le había devuelto la ilusión del amor, acariciando
sus manos quietas y recorriendo con besos muy lentos la pequeña llanura de su
frente.
Días
después, se celebró en Chipre la fiesta de Venus. Pigmalión entró en el templo
de la diosa para quemar sobre el altar un puñado de incienso. Mientras hacía la
ofrenda, absorto en sus pensamientos, iba diciendo a media voz:
-
¿Qué feliz me harías, Venus, si pudieras darme
una mujer que se pareciera en todo a la escultura que he creado!
Aquella tarde, al volver a casa, Pigmalión le contó a la
estatua lo que le había pedido a Venus. Mientras hablaba, adelantó la mano para
acariciarle el rostro, pero apenas le rozó la mejilla, la retiró con
brusquedad, como un niño al contacto delo fuego. Había tenido la sensación
increíble de que la mejilla de la
estatua desprendía un calor de ser vivo. Pigmalión se sintió tan confundió que,
durante unos instantes, se quedó inmóvil sin saber qué hacer. Luego, arrastrado
por la curiosidad, volvió a acercar la mano, y entonces comprobó que, en
efecto, la estatua estaba tibia, y que su pecho se hinchaba al capturar el
aire, y que sus labios tenían el color tenue de de la piel de una muchacha, y
que su boca despedía la cálida corriente de un aliento humano. Por un momento,
se preguntó si no estaría soñando, y se frotó los ojos para despertar. Pero ñoñaba,
no. Entonces supo que Venus, convencida por la fuerza de su amor, había
convertido la estatua en una mujer. De repente, la muchacha levantó la cabeza con un dominio
completo de su propio cuerpo, y sus ojos almendrados vieron por vez primera la
claridad del undo. Pigmalión, más enamorado que nunca, la besó en los labios, y
la joven enrojeció hasta las sienes.
La boda
se celebró a la mañana siguiente. Nueve meses después, la esposa de Pigmalion
dio a luz a una preciosa criatura.
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